Javier Biardeau R.
Más allá de los manidos recursos de la descalificación, la rotulación y la estigmatización que encarnan las vías del dogmatismo y el doctrinarismo ideológico, hay que ejercitar el indeclinable principio de la criticidad radical en la construcción de alternativas socialistas basadas en la radicalización de la democracia, y no en su liquidación.
Más allá de los manidos recursos de la descalificación, la rotulación y la estigmatización que encarnan las vías del dogmatismo y el doctrinarismo ideológico, hay que ejercitar el indeclinable principio de la criticidad radical en la construcción de alternativas socialistas basadas en la radicalización de la democracia, y no en su liquidación.
Decía Henry Lefevbre, que los intelectuales no han hecho sino interpretar el marxismo, que de lo que se trataba era de transformarlo. Pero Lefebvre tal vez omitía que a través de determinadas prácticas históricamente analizables, la transformación del marxismo derivaba en una doctrina de justificación del estatismo autoritario, y no en una teoría crítica radical.
En el texto de Cesario R. Aguilera de Prat: “La teoría bolchevique del Estado socialista”, quedan expuestas las sutiles distorsiones y re-significaciones que explican el pasaje de una teoría de la “extinción del Estado” (Lenin), como encarnación institucional de la lógica de la dominación, a su inversión ideológica en la tesis del “fortalecimiento del Estado Socialista” (Stalin), en abismal contraposición de los planteamientos tanto de Marx como de Engels. Una lectura obligada para quiénes barren bajo la alfombra tres debates claves de cualquier revolución: la posibilidad de “construcción del socialismo en un solo país”, el debate sobre la cuestión sindical y los consejos obreros, el reconocimiento de tendencias en los partidos revolucionarios y el multipartidismo en la sociedad política.
¿Y que tiene esto que ver con lo que en Venezuela ocurre? Pues mucho. Ni los espejismos del estalinismo ni del estatismo autoritario edulcorados con la retórica del nacionalismo popular revolucionario, ofrecen atractivo para encauzar las esperanzas democratizadoras de una emancipación radical para el siglo XXI.
El giro hacia la izquierda en América Latina y el Caribe no puede encallar en las viejas rocas doctrinarias del socialismo burocrático del siglo XX. La discusión, el debate, la polémica en un clima de libre expresión de las ideas y pensamientos son elementos constituyentes del propio carácter democrático de una revolución, construida a múltiples voces, desde múltiples corrientes, articulando la unidad para la acción transformadora desde la propia democracia interna del campo revolucionario.
Las páginas finales de Nicos Poulantzas en su obra: “Poder, Estado y Socialismo”, permiten reflexionar críticamente sobre la transición hacia un socialismo democrático, comprendiendo los callejones sin salida tanto de la socialdemocracia reformista como del llamado “socialismo real”. Para Poulantzas la problemática consiste en encarar una transformación radical del Estado articulando una ampliación y profundización de las instituciones de la democracia representativa y de las libertades (que fueron también conquista de las fuerzas populares) con el despliegue de las formas de la democracia directa de base y el enjambre de focos autogestionarios. Obviamente, se trata de una revolución democratizadora, no de afirmar la doctrina del “Estado socialista”, que administra los “intereses generales” de la sociedad a través del cuerpo burocrático. Estas fantasías del “Estado de todo el pueblo” son las mismas que se cristalizaban en las apariencias jurídico-constitucionales de la Constitución soviética de 1936.
Falso, se oculta el carácter clasista y de dominación de unas fracciones sociales sobre otras de toda forma/Estado. El asunto es que la única formula limitante de los desvaríos de la estadolatría residen en la ampliación y radicalización de la democracia, en el control social y político de los poderes del Estado, en la democratización de la esfera pública estatal.
Poulantzas apunta a los problemas identificados ya por Rosa Luxemburgo en su crítica a la revolución rusa: una interpretación del marxismo que amputa las libertades civiles y políticas, termina por condenar la revolución en el cadalso de la burocracia. Un partido dominante que funciona como partido único, la burocratización interna de este partido, la confusión entre partido y Estado, el fin de todas las manifestaciones de democracia de base, y peor aún, el encapsulamiento corporativo de las iniciativas populares, llevan al socialismo al mismo callejón sin salida: Estadolatría. Siendo la sociedad política y el Estado el centro del ejercicio del poder político, la lucha de multitudes tiene que modificar las relaciones de fuerzas en el interior de los propios aparatos de estado y en la sociedad política a favor del poder popular. Nada de sustituciones que infantilizan y encuadran desde arriba el poder popular.
La democracia participativa y protagónica no es la democracia jacobina. No se trata de la deificación del hombre idealizado unida al desprecio profundo por las personas reales; un “hombre nuevo” que reclama su sumisión ante una minoría virtuosa, que le promete su redención mediante una dictadura, justificando incluso el terror. La moral compulsiva transplantada a la clase y al partido, hizo organizar la sociedad soviética según el modelo de la fábrica despótica, donde el Estado y las demás organizaciones sociales fungen como “látigos” o “correas de transmisión”.
Este espíritu tecno-burocrático, estatista, tuvo como consecuencia la negación de los valores del proyecto socialista, la negación de la emancipación social, cultural y política del las mayorías sociales.
Pues sin democracia radical, sin socialización del poder no hay Nuevo Socialismo.
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