miércoles, 23 de abril de 2008

FALACIAS ANTISOCIALISTAS DEL 2-D


Javier Biardeau R
Cabe recordar a los segmentos más reaccionarios de la oposición que el Presidente Chávez tiene una legitimidad de origen del 63 %, y que puede llevar a cabo su mandato, proyecto estratégico y plan de Desarrollo, con la única limitación de que los actos de gobierno sean consistentes, coherentes y congruentes con los parámetros de la Constitución vigente de 1999. Cuando Giordani afirma: "Las líneas generales del Plan de Desarrollo Económico y Social de la Nación definen de manera explícita un conjunto de objetivos, estrategias, políticas, programas y proyectos que permitirán enrumbar el país hacia la trayectoria del llamado socialismo del siglo XXI", no realiza un fraude constitucional.

Por tanto, constituye una primera falacia suponer que la Constitución de 1999 impide llevar a cabo un Gobierno Socialista. La Constitución de 1999 es una Constitución de avanzada, con una fuerte proyección social, radical-democrática y anti-neoliberal en ámbitos políticos, económicos y sociales, en la cual caben diversas ideologías-programas de gobierno, incluido el socialismo en sus variantes reformistas-moderadas, e incluso bajo la modalidad de reformas radicales que apunten a un horizonte revolucionario.

Para afirmar que Chávez comete un fraude a la constitución habría que impugnar sus actos de gobierno frente a la Sala Constitucional, impugnar por medidas ejecutivas, o incluso legislativas por inconstitucionalidad; es decir, utilizar las vías jurisdiccionales. Pero, la oposición no quiere asumir las vías de derecho. Siguen imaginando vías de hecho, los espectros del 11-A.

La oposición sigue presa de una lectura errada de los resultados del 2-D. No fue la victoria del capitalismo contra el socialismo el eje explicativo de la situación del 2-D, sino la amenaza del autoritarismo cesarista hacia la democracia.

El tema conflictivo de la reforma fue la vulneración de todo que de avanzada representa la Constitución de 1999. Por allí se explican los desatinos de Chávez, pero también los desatinos de la oposición reaccionaria, que no termina de asimilar la riqueza doctrinaria y programática (con sus debilidades puntuales) de la Constitución de 1999. Si la oposición sigue sometida a las ideas y valores de la hegemonía neoliberal-neoconservadora, se comprende que el trago de hacer suya la Constitución de 1999 sea absolutamente amargo.

Por otra parte, constituye una segunda falacia, suponer que la derrota del proyecto de reforma constitucional del año 2007, constituye una derrota del Imaginario Socialista. Partir de esta falacia, subestima las debilidades reales del proyecto de reforma: su forma y fondo vulneraban los principios y la estructura del texto constitucional de 1999. Este no es un argumento formal-legal. Adquiere toda su materialidad cuando se contrasta la riqueza programática de la Constitución de 1999, con el confuso e inconsistente “modelo socialista” de la reforma, inspirado en formas de socialismo burocráticas y con acentos que reforzaban un patrón cesarista de concentración del poder. La Constitución de 1999 dicta: Venezuela se constituye en un Estado Social y Democrático de Derecho y de Justicia. Allí el modelo socialista en construcción se mueve con pleno espacio de maniobra, porque las bases del “Estado Social”, del “Estado de justicia” y del Estado Democrático, participativo y protagónico, miran no hacia la derecha, sino hacia la izquierda.

Mientras sea la retórica anti-socialista en general lo que mueve a la estrategia opositora, Chávez no tiene mucho de que preocuparse. La unidad de un espacio electoral progresista, patriótico, de centro-izquierda, le garantizará otra victoria.

A partir de la derrota del 2-D, una intensa campaña mediática ha tratado de imponer como matriz de opinión que la derrotada no fue una particular visión de la reforma, sino el “modelo socialista” en general. La eficacia de esta estrategia será nula, porque las acciones políticas concretas que movilizan, y el espacio electoral que invoca, refuerzan el patrón que las ha llevado de derrota en derrota. Mientras tanto, el Presidente Chávez ha venido calibrando la situación del 2-D, comenzado una política de reagrupamiento y consolidación de la alianza patriótica revolucionaria, que le augura una sorpresa a quienes presumen, y esta es la tercera falacia, que Chávez está finalmente derrotado.

Ni Chávez ni el proyecto Socialista están derrotados, sino que viven una “crisis de crecimiento”, una “crisis de maduración” de una nueva identidad política y de proyecto histórico. El gran reto táctico de Chávez es la masiva movilización del espacio electoral progresista, patriótico y de centro-izquierda, para superar la abstención, sobre todo del propio campo bolivariano. El reto estratégico de Chávez es comprender la indispensabilidad de la democracia participativa y protagónica en el “modelo socialista”, el diseño de una economía mixta con un marcado acento social, no dominada por el antagonismo entre “capitalismo de mercado” y “capitalismo de estado”.

La política de las tres R, es una oportuna maniobra para salir del campo minado de la reforma constitucional. Sin embargo, si los planes, decretos, medidas y discursos van en la dirección de cualquiera de las variantes del Socialismo Burocrático, o si cometa el error de avanzar en una modalidad cesarista, populista y autoritaria, Chávez marcaría la derrota de su proyecto político. Por otra parte, el fracaso de la oposición está marcado por el camino reaccionario del antisocialismo. En este cuadro, será posible prever si no termina ganando la abstención.

jbiardeau@gmail.com

sábado, 12 de abril de 2008

LA HERENCIA DEL 68: EL BLOQUEO DE LA UTOPIA POR PARTE DE LA VIEJA IZQUIERDA (II)


Javier Biardeau R.

Una de las enseñanzas de la herencia del 68 consiste en comprender el papel conservador de la vieja izquierda ante la emergencia de situaciones, aclimatadas por la presencia de las energías utópicas. Como estas situaciones-acontecimientos no siguen el guión de los manuales estalinistas ni el dictat de los aparatos, la vieja izquierda juega su tragicómico papel de neutralizar la potencia revolucionaria, cancelando al mismo tiempo la innovación de formas de pensamiento-praxis socialista. Por eso, se hace necesario desentrañar los dispositivos que hacen posible el bloqueo histórico de los movimientos anti-sistémicos, de manera tal que se puedan vislumbrar nuevos horizontes.

¿Cómo comprender y explicar que en menos de un mes, se asistiera en Francia del 68 a una crisis social y política de una extraordinaria fuerza, que en pocas semanas parecía disolver un sistema hegemónico y un Estado capitalista; en cuya cabeza figuraba uno de las figuras políticas más emblemáticos de la derecha del siglo XX: Charles De Gaulle; y que finalmente todo este “gran ensayo revolucionario”, quedara recuperado?

Una de las aristas para analizar estos sucesos, se articula al papel de la dirección del PCF en la coyuntura política, y al lastre que representó el estalinismo-burocrático, su visión estratégica, su modelo organizativo y su férreo control de la CGT (sindicatos). Desde entonces, ni la derecha ni la vieja izquierda sacaron las consecuencias de aquel reconocimiento del primer ministro Pompidou, cuando se enfrentó al malestar generalizado que invadía la situación no solo francesa, sino internacional. Para Pompidou se revelaba una “crisis de civilización”. (Casi 40 años, Sarkozi utiliza los enunciados de Edgar Morin, y habla de una política de civilizaciones, pero a la vez llama a liquidar la memoria del Mayo Francés; es decir, la memoria de una lucha por construir una “civilización no represiva”. El odio al 68 sigue siendo una actitud defensiva de los viejos valores, que precisamente socavan la posibilidad de despejar opciones de futuro, más allá del predominio del “pragmatismo del poder”, con todo lo que éste entraña en términos de miopía histórica.)

Ante el asombro del Gobierno de derecha y de la vieja izquierda, un movimiento de activistas de una universidad de las afueras de Paris (Nanterre) se transformó en una multitud, que integró de modo virtual a todos los estudiantes de París, y que gozó inicialmente de un inmenso apoyo popular, dando lugar a un aparente clima insurreccional. En un primer momentum, se fue generalizando una huelga general espontánea de enormes proporciones, que culminó con el rechazo por parte de los huelguistas del acuerdo, que en su nombre, negociaron los líderes oficiales de los sindicatos y la patronal, bajo la tutela del gobierno.

No podríamos comprender la resonancia de las ideas de Marcuse, Castoriadis, libertarios, situacionistas, trotskistas, y posteriormente maoistas; si no comprendemos el clima de rechazo a los viejos valores civilizatorios, si suponemos que fue la vieja izquierda la que asumió el protagonismo de los eventos. No podríamos comprender por que razón Cohn-Bendit, un joven estudiante franco-alemán tituló su texto: El izquierdismo, remedio a la enfermedad senil del comunismo. (Actualmente Cohn-Bendit, plantea desmitificar el Mayo Francés como fantasía revolucionaria…vueltas de las historia)

Cuando nace el Movimiento 22 de Marzo, Georges Marcháis, secretario general del PCF, con desprecio califica de “grupúsculos izquierdistas”, a estos movimientos. Las etiquetas se dirigen especialmente al anarquista “alemán” Cohn-Bendit. El discurso oficial del PCF dicta: la agitación favorece las “provocaciones fascistas”, esos “seudo-revolucionarios” pretenden “dar lecciones al movimiento obrero”. Marcháis concluye “Esos falsos revolucionarios debían ser enérgicamente desenmascarados” (una típica reacción paranoica del burócrata de turno). Por tanto, “servían a los intereses del poder gaullista”. No bastando las acusaciones de “quinta-columnas”, tenían como uno de sus referentes intelectuales a filósofos alemanes, como Bloch y Marcuse (este último vivía en Estados Unidos). Marcháis utiliza citas textuales del entonces profesor de Berkeley para acusarlo de enemigo de los partidos comunistas. Ya antes de estos hechos, Marcuse había escrito “El marxismo soviético” donde desenmascaraba las falacias estalinistas. Estaba claro que a Marcháis y al PCF no le gustaban las ideas de Marcuse. Ya en 1965 la dirección del PCF se había encargado de “depurar” a la UEC, la desobediente organización estudiantil comunista.

En la fase política del 27 de mayo al 23 de junio, era claro el desbordamiento del poder. La sucesión parecía abierta. Sin embargo, las fuerzas contestatarias carecen de la unidad política para fructificar una insurrección. Se trata del fin de la revuelta, no del inicio de la revolución. Los obreros desconfían de los estudiantes, y la derecha comienza a manipular a la opinión pública con el pathos del miedo, los llamados al orden y la acción cívica en contra del “terror y caos revolucionario”. La CGT y el PC, hostiles al “izquierdismo”, apuestan por el mantenimiento del poder establecido antes que por “lo desconocido”.

Fue ese deseo infinito de forjar una civilización no represiva, donde reposa una de las herencia del 68. De ahí la desconfianza de la vieja izquierda, que representa aún la vieja civilización.

miércoles, 9 de abril de 2008

LA HERENCIA DEL 68: LA DERROTA DE LOS ESTADOS DE DOMINACIÓN-PARTE 1


Javier Biardeau R.
jbiardeau@gmail.com

De 1945 a mediados de los sesenta, los partidos comunistas, los partidos socialdemócratas y los movimientos de liberación nacional, crecieron y llegaron al poder en una amplia gama de estados del mundo. La Vieja Izquierda parecía dominar la escena, pero se topó con dos acontecimientos inesperados: a) la revuelta popular, subalterna y mundial de 1968, y b) la contrarrevolución neo-conservadora-neoliberal, activada con intensidad luego de esta década fulgurante. El enemigo de la revuelta fue fundamentalmente el imperialismo norteamericano, pero también se expresaba un sacudón de las bases político-culturales de la Vieja Izquierda. En este sentido, los acontecimientos del 68 constituyeron eslabones de una revuelta contra un modelo civilizatorio compartido, fundamentado en las “sociedades burocrático-industriales de consumo dirigido”, sean capitalistas liberales o del colectivismo oligárquico. Para los estudiantes, trabajadores, campesinos e intelectuales implicados en los movimientos del 68, la Vieja Izquierda había llegado al poder de algunos Estados, pero no había cumplido las promesas de transformar el mundo en una dirección más igualitaria, más democrática y sobre todo, rompiendo con las diversas formas de alienación del mundo moderno. La URSS estalinista y post-estalinista dejaba sabores amargos en la izquierda radical, no digeridos tempranamente por Trotsky. Algunos optaron por mirar hacia la China, Argelia, Vietnam, Yugoslavia o Cuba. Otros excavaron las verdades de las renovaciones socialistas en Hungría, Checoslovaquia y Polonia.

El muro de hierro tenía un claro emblema: el estalinismo-burocrático. El muro de Berlín cayó en 1989, pero su poder ideológico había dejado de existir desde mucho antes. Por otra parte, la segunda guerra mundial había reconfigurado a la socialdemocracia europea como una izquierda liberal, distanciada definitivamente de Marx y de la idea de revolución anticapitalista, como quedaba claro en el SPD Alemán. Socialdemócrata pasó a ser un simple aggiornamiento de la gobernabilidad capitalista, sellando el futuro de su viabilidad a la vigencia del Welfare State. Socialdemócrata, a diferencia de la primera década del siglo XX, dejó de significar alternativa histórica alguna frente al capitalismo.

Luego del 68, las agendas de izquierda se transformaron de modo sustantivo: movimientos contraculturales, ecologistas, de género, de nuevos trabajadores, estudiantiles e identitarios, modificaron los formatos de las clases compactadas y las mediaciones partidistas, típicas de las organizaciones burocráticas modernas. La “revolución del 68”, como la denomina Wallerstein, minó la capacidad del Norte de vigilar e intervenir en el Sur; produjo cambios en las relaciones de poder entre los grupos de edad, de género y las minorías étnicas, y supuso la insubordinación permanente de los trabajadores asalariados y de una sociedad naciente post-liberal. Todos estos grupos se mostraron menos dispuestos a aceptar pasivamente la dominación y a recibir órdenes, a pesar de las medidas de bienestar en el Norte. Surgió la lucha, no por la hegemonía ideológica, el poder del Estado, o el desplazamiento de los monopolios nacionales (tesis de la Vieja izquierda), sino por la contra-hegemonía, el poder autogestionario, la des-alienación de la vida cotidiana y contra el poder corporativo mundializado.

De la lucha contra el imperialismo norteamericano, exclusivamente, se pasó a la lucha contra el diseño trilateral del capitalismo mundial integrado, lo que actualmente conocemos como el Imperio Global. La izquierda comprendió que había que abandonar el imaginario de 1789, y repensar la significación conjunta de 1848 y 1917 para las clases subalternas. La “República de los Consejos” reapareció en escena, mas allá de la forma-Estado heredada. Se reconoció entonces que la revolución era mundial o no era tal; que las revoluciones nacionales o socialistas “en un solo país”, consolidaban el “regalo envenenado” de las estructuras estatales, con sus tecno-burocracias, y lo que Marx denominaba la maquina despótica de funcionarios. De allí, la grandeza de la revuelta mundial del 68 y de su herencia, 40 años después. Puso en desnudo a los poderes burocráticos, tanto del capitalismo liberal, del capitalismo de estado y la famosa “degeneración burocrática del Estado obrero-campesino”. La legitimación del poder se hizo mascarada del poder. El odio al 68, como lo han denominado Krivine y Bensaid, tiene sus portavoces, los defensores de los poderes como estados de dominación, de la jefatura jerarquizada, concentrada y centralizada. De allí, la “santa alianza” contra los espacios de autonomía, libertad, alteridad, justicia y liberación.