domingo, 17 de enero de 2010

¿CONSTITUCIÓN POSLIBERAL O CONSTITUYENTE POSLIBERAL?


Javier Biardeau R.
Se le atribuye al Presidente de la II República española Manuel Azaña la siguiente idea-fuerza: “Por encima de la Constitución, está la República, y por encima de la República, la Revolución”. Ya reconocía en acto que el poder constituyente sobrepasa con creces cualquier encuadramiento o teatro constitucional.
Sin embargo, experiencias históricas aparentemente distantes, como la de la España republicana, la frágil República de Weimar, o el mismísimo proceso constituyente soviético, nos colocan en la urgente tarea de repensar las relaciones entre el poder constituyente y las diversas interpretaciones del “Constitucionalismo”, para conjurar el lado malo de la historia, para decirlo crípticamente.
Pues quien dice Constitución, si no dice explícitamente “contrato político”, dice construcción política de "reglas constitutivas", de “acuerdos básicos o mínimos” sobre valores, principios y normas jurídicas, entre y desde una plural y conflictiva disposición de factores reales de poder, no desde los “angelicales y atomísticos” ciudadanos liberales, con su "razon pública" rawlsiana.
Una sencilla forma de comprender la diferencia entre “poder constituido” y “poder constituyente”, puede interpretarse distinguiendo las “reglas de juego” del “juego de reglas”, lo que Searle denominó, tensiones entre el lenguaje performativo y los hechos institucionales (que son hechos políticos de cabo a rabo, como lo sabía Lourau y el socioanalisis, en su distinción entre lo instituyente, lo instituido y la institucionalización).
En las tramoyas donde se ejerce el “juego de reglas”, están quienes inventan nuevas tecnologías de poder, no para actos constituyentes de multitudes, sino para “actos de poder” de elites, para “golpes de estado constitucionales” (Honduras dixit), que dejan “enano” a Curzio Malaparte. Se trata de una primera campanada del cambio real de correlaciones de fuerza en el Continente, que gira hacia la derecha.
Por otra parte, siendo consecuente con la acertada crítica de Lanz hacia algunos de nuestros prejuicios social-demócratas escandinavos (gradualismo, oxigenación, conquista paso a paso, hegemonía democrática, tiempo institucional, etc), diremos que hablar de una Constitución pos-liberal es una auténtica torsión del significado histórico y político-cultural del “Constitucionalismo” tout court; es decir, del “liberalismo político”.
No apelaremos a la historia del Constitucionalismo, o a los mas recientes nombres de Rawls y Habermas (que a Lanz sencillamente le dan urticaria y fastidio) para agregar lo siguiente: el “constitucionalismo liberal-democrático” aspira a institucionalizar procesos de consensualización política (Oscar Mejia Quintana dixit); es decir, programas mínimos de “democracia procedimental”(La que postula el establishment de la OEA, por cierto).
Esto lo decimos a propósito, ya que el amigo Lanz nos habla de la “frágil cultura democrática”: condición de posibilidad de los desmanes y atrocidades, por ejemplo, de los llamados "Estados de Seguridad Nacional" (ESN) en América Latina (Prohibido olvidar).
Entonces, ¿cómo compatibilizar la aspiración a una agenda de transformación a fondo de la lógica del capital, con el fortalecimiento de una cultura política democrática que muestra sus “fallas tectónicas”, como en Honduras, por ejemplo? ¿Qué ha aprendido la izquierda del juego político entre el programa mínimo de “libertades democráticas” y “legalidad constitucional”, y el programa máximo de “autogobierno de la multitud” y “legislación desde el poder popular”, poniendo sobre la mesa la efectiva constelación de fuerzas de una coyuntura?
La Constitución sirve para mucho más que como catalizador de una “voluntad de cambio contra-sistémica”. Sirve además para sedimentar y apalancar precisamente múltiples sostenes de una cultura política democrática radicalizada, que no convierte el desacuerdo en un desparecido, un torturado o un "falso positivo" (eufemismo perverso del establishment de la "seguridad democrática" uribista); una cultura política democratica que permite enfrentar precisamente “la enorme distancia que puede mediar entre la Constitución y el curso de los hechos, entre los marcos jurídicos abstractos y la dinámica de los procesos reales”.
Alterar radicalmente la lógica de la sociedad imperante, del metabolismo del capital a escala mundial, pasa por sopesar si se interpreta el horizonte del pos-liberalismo, como el anti-liberalismo de cierta "izquierda schmitiana", pues en tiempos posmodernos, posmetafísicos, pero además de “hegemonía imperial”, no habrá que perder de vista la estrecha imbricación entre metafísica, violencia y filosofía política del orden, la seguridad y del bio-poder (lo que diseminan bajo el aparente tecnicismo de "gobernabilidad": mantener a raya a las "clases peligrosas").
Esta filosofía imperial ejerciéndose, pone constantemente sobre la mesa como “Norma constitutiva” al "modelo de democracia pentagonista”, con su rostro de re-despliegue policial-militar global y su "seguridad democrática", junto a la mascarada sonriente de Obama (el más sofisticado producto del marketing político imperial), escoltado por el "saxofonista" que bombardeó Yugoslavia (Clinton), y el afamado neutralizador de “armas de destrucción masiva” y de “Estados forajidos” (Bush jr), ambos en nombre del "destino manifiesto".
Frente a esta verdadera amenaza al horizonte de la democracia sustantiva, radical, deliberativa, participativa del protagonismo popular, hace falta consolidar un nuevo paisaje de actores, otra correlación de fuerzas, no encapsular el espiritu constituyente con el viejo guión del socialismo despótico y burocrático, con sus inercias tropicales, pués efectivamente “no se trata del natural metabolismo de la burocracia de Estado y de partido que aspirarían a grados superiores de desarrollo. De allí no vendrá nada que valga la pena.”
Ciertamente, el espíritu constituyente que no se agota en este o aquel "contrato social", ni en ninguna “ilusión gradualista, desde arriba y desde los aparatos”. La falla de fondo es justamente esta, olvidar desde el fracasado proyecto de reforma constitucional, la metódica y contenido del poder constituyente en acto, pués un movimiento instituyente se llevaría por delante a la cleptocracia del siglo XXI, a la nueva clase política y a tanto alfaro-ucerismo (dirigente aparatero) dentro del propio PSUV.
Sabemos que la contrarrevolución no está durmiendo, que no esta ni siquiera a la defensiva. Ha recuperado la iniciativa estratégica y avanza, para decirlo con ironía, “a paso de vencedores”. Así yo aprecio el aspecto principal de la actual correlación de fuerzas. Pues no hay nada peor para una revolución, que dejarse entrampar por los desvaríos del “mande comandante”, peor aún, si se trata de un Capitán atrapado en el síndrome del Titanic.
Podriamos decir: ¿Ha visto usted el Iceberg, Capitan?
Mis respetos Rigoberto: seamos realistas, pidamos lo imposible!!!

TEXTO DE RIGOBERTO LANZ
¿Para qué sirve la Constitución?
El amigo Javier Biardeau ha planteado un debate sobre la cuestión constitucional (en verdad tiene ya tiempo insistiendo en este campo problemático) que espero el lector haya seguido en este espacio para ir al grano de una vez.
A un costado del carácter de ese instrumento normativo (más a la izquierda/más a la derecha) hay un asunto que es vital: el pulso del momento político, la valoración de la coyuntura, una cierta interpretación de dónde estamos, hoy.
Sería equívoco plantear que las constituciones cambian cuando han agotado todas sus posibilidades. Esa sería una versión a la Noruega. Allí se entiende que hay que sacarle el jugo al "contrato social" que se da esa sociedad puesto que no hay zozobra por ningún lado, sobremanera, porque allí no está en la agenda una transformación a fondo de la lógica del capital.
En nuestro caso los tiros van por otro lado: justamente porque esta Constitución del 99 es un frágil compromiso entre las aspiraciones de justicia asocial con un aliento progresista y un statu quo que se reserva lo esencial, es por lo que su elasticidad es de corto vuelo, no da para mucho (salvo para enmendar las barbaridades de este remedo de sociedad que es impresentable).
Desde luego, dadas las características de un Estado esencialmente parapléjico, dadas las condiciones prepolíticas de los actores en escena, dada la precariedad de nuestra frágil cultura democrática, dado el historial de atrocidades que hemos heredado en estos siglos de República frustrada, es fácil colegir que podríamos pasar décadas intentando implantar el "espíritu" del texto constitucional.
A sabiendas de la enorme distancia que puede mediar entre la Constitución y el curso de los hechos, entre los marcos jurídicos abstractos y la dinámica de los procesos reales, es no obstante obligado encontrar las líneas de inflexión que posibilitan u obstaculizan el propósito central de alterar radicalmente la lógica de la sociedad imperante.
Lo que viene después de esta Constitución del 99 no es "el reino de la libertad". No. Será tan sólo un momento radicalizado del proceso, un nuevo paisaje de actores, otra correlación de fuerzas. Ello no viene evolutivamente una vez que el Estado logre funcionar correctamente y las prácticas institucionales se "oxigenen".
Mi tesis vuelve a ser sencillamente brutal: el tiempo weberiano de las instituciones y el tiempo político de los cambios no coinciden. Ni modo. Hay que privilegiar el tiempo de lo político, es decir, el máximo aprovechamiento del potencial de cambio que ofrece cada coyuntura. Ello no quiere decir que habrá siempre viento a favor y que la vanguardia sólo necesita "implementar los cambios". Nada de eso.
Las correlaciones de fuerzas son extremadamente movedizas y no se atienen a ninguna "ley de la dialéctica". De allí la importancia estratégica de la interpretación del momento político, de la capacidad de pulsar las tendencias, del olfato para vislumbrar por dónde van los tiros. Aquí no hay "etapas" ni gradualismo posible.
Hay que pensar la Constitución como una palanca de catalización política que contribuye a condensar una voluntad de cambio que está en la calle, el poder popular que se gesta. No se trata del natural metabolismo de la burocracia de Estado y de partido que aspirarían a grados superiores de desarrollo. De allí no vendrá nada que valga la pena.
Pienso más bien en el movimiento autogestionado de la multitud que va posicionándose, haciendo retroceder a la vieja institucionalidad, recuperando su voz y su accionar en todos los terrenos. Es el espíritu constituyente que no se agota en este o aquel "contrato social". Claro está, semejante dinámica política no tiene hoy visibilidad. Por eso parece demasiado utópica.
La contrarrevolución no está durmiendo. En muchos frentes está avanzando (en la misma proporción que la revolución retrocede). No hay que tomarse a la ligera lo de la correlación de fuerzas. Tampoco hay que consolarse con la espera. "No hay prisa. Tenemos mucho tiempo por delante" (así hablaba el capitán del Titanic).

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