Javier Biardeau R.
“Lo que la prensa occidental define como “muerte del comunismo" remite a un hecho real: la profunda crisis de las formas autoritarias y burocráticas de transición al socialismo, nacidas del modelo estalinista soviético. Lo que está destinado a morir no es, pues, el "comunismo" sino su caricatura burocrática: el monopolio del poder por la nomenclatura, la dictadura sobre las necesidades, la economía de mando”. (Michel Lôwy; Modas y monólogos tras la caída del muro)
He leído con inquietud dos intervenciones recientes de R. Lanz en su columna dominical (“Contra el sectarismo”; Domingo 28 de Agosto y “El oportunismo se paga”; Domingo 04 de Septiembre), referidas a algunos de los extravíos de la “revolución bolivariana”.
Opino que estos extravíos tienen como base una profunda desorientación en cuestiones de la transición al socialismo en su obligada articulación a la revolución democrática. Allí reside el núcleo explosivo del laberinto, que recorre desde la alta dirección estratégica del “proceso”, hasta los más activa base de militantes, incluso de quienes mantienen el apego apasionado a “dogmas revolucionarios” del siglo XX.
Un hipotético desprendimiento del marxismo-dogma y de apertura a la teoría crítica radical, pudiera generar para algunos la más honda melancolía. Pero también, considero, es una posibilidad inédita de pensar y crear, más allá de “despecho ideológico” del Socialismo Real y sus “verdades universales”. Dirán algunas momias ideológicas: mejor creer que ponerse a pensar, renunciemos a la crítica y a la creatividad. Sin embargo, hay que luchar contra esta coagulación dogmática (¡Permítame pensar por usted, en clave de izquierda!).
Por un lado tenemos sectarismo, dogmatismo y oportunismo, cazando nuevos privilegios (Djilas); por el otro, tenemos conversos y pragmáticos, esperando su “nuevo tiempo” como consejeros de un príncipe mampuesto por Washington. La situación intelectual, entonces, es de cruda decadencia. Pero, dijo usted: ¿trabajo intelectual?
Lo dudo. Se trata de “(…) vehicular intereses pragmáticos, donde los rituales de partido (franelas, cachuchas y banderolas) son una mascarada para asegurarse cuotas de poder”. Cuotas de poder, allí reside la pasión de los domesticados.
El dogmatismo socialista se mueve en la onda del Calco y Copia: si Rusia, China y Cuba lo hicieron (en alguna medida, en algún momento), seamos como: ¡Lenin, Mao, Fidel o el Che! Se trata de callejones sin salida a plazo fijo. Esta actitud es síntomas de carencia de densidad intelectual, filón crítico, autonomía ética y coraje estético.
Lo que abunda es la servidumbre ideológica. Se ha congelado la utopía concreta, como un cadáver exquisito: exclusión del otro, hiper-identidad del grupo, desprecio por la opinión ajena, exacerbación de un “nosotros”, que no admite dudas ni matices. Su “diversidad y alianzas” llega hasta su nariz. La visión del adversario que tienen no es una defectuosa idea, una defectuosa praxis ó una defectuosa política (que puede mejorarse o sustituirse); sino la “maldad” de grupos sociales enteros, que son calificados como “enemigos del pueblo” con la vieja terminología estalinista.
La izquierda dogmática no ha aprendido a apreciar la verdad, bondad y belleza de sus potenciales aliados e incluso, de sus adversarios. Sólo ven en el otro el “mal absoluto”. A la hora de convocar, sólo convocan conversos y desprecian infieles. No han caído en cuenta del pesado lastre del “integrismo religioso”, enmascarado en una gramática propia de la condición periférica y subalterna de nuestra ilustración truncada.
Si algo no han aprendido de la revolución democrática, es que hay que convocar y consultar la verdad, belleza y bondad de los que piensan radicalmente distinto, articular y labrar el mayor consenso posible (un interfaz entre “programa mínimo” y “horizonte utópico”), reconociendo la legitimidad de las minorías democráticas a tener su espacio político y ejercer a plenitud sus derechos, sin poner en jaque las decisiones mayoritarias.
Los socialistas autoritarios han estallado cualquier “política de alianzas”. No desean construir “mayorías”, sólo gobernar minoritariamente: “Gobernar en solitario es una operación inviable cuando de lo que se trata es de contar con fuerzas para producir cambios de verdad.”, dice Lanz. “(…) Cuando estamos hablando de revolución, pues la primera regla de oro es contar con la fuerza política para hacer viables los cambios (al menor costo), para acumular poder verdadero para otros cambios (al menor costo), para profundizar en los cambios emprendidos (al menor costo).”
Esta regla supone una visión de viabilidad para la voluntad colectiva, implica labrar un bloque de fuerzas sociales y políticas para una hegemonía democrática. Sin ésta, la transición revolucionaria no tiene destino, sino como pura fuerza y terror.
La convergencia de la multiplicidad de voces que habitan en la izquierda y todos los movimientos que no caben en el formato de lo partidos, podrían dar cuenta de la centralidad de la democracia socialista.
Los domesticados recitan, sin equivocarse nunca, el dogma estatista y la virtud jacobina del “hombre nuevo”, como mandato imperativo de lo que Marx llamó “comunismo grosero”. Para ellos, la trascendencia de los dogmas no merece otro nombre que “traición”.
Otras posiciones hacen del pensamiento crítico y la creación una apuesta vital. Atreverse a permanecer, como Hölderlin pedía, “(…) con la cabeza descubierta ante la tempestad de los dioses”, aún sabiendo que el castigo podía significar la propia destrucción. La sumisión del coro es la voz de los domesticados. Ir más allá del coro, labrar nuevas partituras… ¿pensamientos insurgentes e intempestivos?
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