Un día Stalin hizo comparecer al camarada Radek, que era bien conocido por su cinismo y dado a decir cosas que otros ni siquiera se atrevían a pensar. Stalin le dijo: “Me han informado camarada Radek, que te expresas de mi de un modo irónico. ¿Has olvidado que soy el líder del proletariado del mundo?” “Discúlpame camarada Stalin – replicó Radek - , ese chiste en particular no lo inventé yo”.
Estos chistes encierran las lecciones de las situaciones en las que el autoritarismo hace intolerables los principios jerárquico-militaristas, cuando anulan la vitalidad democrática del movimiento de movimientos del campo nacional-popular. El socialismo no será obra de un genio individual, aunque así lo crea subjetivamente el genio, sino que es producto de una creación heroica de una “voluntad colectiva” (Mariategui), fruto de una secuencia de acontecimientos de masa, de multitudes de singularidades revolucionarias, de cada proletario y proletaria que reviente las cadenas de la sumisión, como decía Rosa Luxemburgo. El tono cesarista, las imágenes piramidales, el fetichismo a la línea y cadena de mando, con toda la violencia de los símbolos sociales, reaparecen en el imaginario de la revolución, pasando velozmente de la profundización-radicalización de la democracia a la tesis de licuar el poder abajo para concentrarlo arriba (Ceresole dixit).
Quienes suponen que solo basta proclamar un gobierno socialista y después introducir el socialismo con decretos o legislaciones se equivocan. En América Latina existe una errancia con relación a concebir el cambio social como un asunto legal. Tampoco el poder popular y la democracia de consejos se construyen de esta manera. Una revolución socialista es una obra colectiva, de una inteligencia general, de un intelectual colectivo, que escapa a la discrecionalidad de cualquier “líder fundamental”. Nadie duda de la necesidad de una dirección política recubierta de un amplio liderazgo intelectual y moral. Allí está el asunto. El problema es que se suponga que el esquema de liderazgo es un calco y copia de la conducción de una montonera en tiempos de revolución federal. Ya las arengas dejan de cumplir su eficaz cometido cuando se trata de proyectar y concretar algo cualitativamente distinto: se trata de la construcción del socialismo en el siglo XXI desde el pueblo, junto al pueblo, y para el pueblo; es decir, un socialismo radicalmente democrático. Convocar la alienación plesbicitaria encierra un peligro de fondo y forma reaccionario. Todos sabemos que la lógica plesbicitaria es ajena a la lógica democrática de un referendo popular, que presupone la deliberación informada y una calibración distinta de las pasiones. La alienación plesbicitaria encierra una debilidad de la madurez de la autonomía de la multitud como movimiento revolucionario. Una cosa es suponer que el principio estratégico es el poder constituyente, la soberanía popular, el táctico: la legalidad constitucional y el operacional, el rol del liderazgo. Pero otra cosa, es suponer que pasar a invertir esta ecuación: el operacional: el poder constituyente, el táctico: la legalidad constitucional y el estratégico, una suerte de culto-fascinación a la voz infalible del líder.
Ya es conocida la sentencia de que las revoluciones se devoran a sus hijos como Saturno. Lo que no se ha dicho es que las revoluciones pueden degenerar y devorar a sus padres fundadores. No olvidemos el efecto Robespierre y la suerte de los jacobinos franceses. Una minoría, e incluso el Uno infalible, por más selecta o iluminado que sea, cuando anula o tutela la potencia de la iniciativa popular, pasando a sustituirla, le abre la puerta al terror termidoriano, que viene preparando su contraofensiva bajo la sombra de los errores de los genios esclarecidos.
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