Eneko, La oscuridad
Javier Biardeau
R. jbiardeau@gmail.com
Algunas encrucijadas sobre la transición al nuevo socialismo.
Las diversas manifestaciones de oposición han acertado al cuestionar la hegemonía del Estado en el terreno comunicativo e informativo. Sin embargo, el registro de significación del término hegemonía en estos sectores de oposición nada tiene que ver con Gramsci, y se vincula con la doctrina Betancourt del “hegemon político”.
El problema, es que el discurso del gobierno tampoco acierta, ya que para Gramsci, la hegemonía estatal a secas sin pasar a considerar las correlaciones de fuerzas y las coaliciones sociales que conforman una voluntad colectiva nacional-popular de signo socialista, recae en el absurdo de la estadolatría.
No podemos decretar que estamos frente a un Estado Socialista, sus prácticas, sus políticas, sus agentes fundamentales están cruzados por intereses, demandas y aspiraciones típicas de un capitalismo de estado, con sus específicas relaciones de poder, producción y significación. El Estado es un espacio de condensación de contradicciones sociales, ideológicas y políticas, y no una voluntad homogénea de acción/decisión. Se trata de una condensación conflictiva, de una unidad contradictoria e inestable. Sus aparatos y ramas están cruzadas por conflictos de intereses, por luchas sobre el control, propiedad y posesión de recursos de poder: económicos, jurídicos, comunicacionales, administrativos, políticos, militares, etc.
Nada de ingenuidades ni de cinismos, el Estado venezolano realmente existente no es socialista, y las tendencias a serlo no terminan de romper con la visión del “socialismo de estado” de cuño soviético. En este orden de ideas, el socialismo burocrático del siglo XX resulta un artefacto de utilidad practica para aquellos que no quieren asumir la tarea de construir un paradigma radicalmente distinto de socialismo, ese espacio que llamamos nuevo socialismo del siglo XXI.
No confundamos estatizaciones con socializaciones, ni mensajes, ni códigos ni campos estatales con mensajes, códigos, campos populares. Las condiciones sociales e institucionales de producción de mensajes generan huellas y formas textuales específicas. El Estado no es asunto de buenas intenciones, sino de intereses económicos, políticos, sociales y culturales. Desde el Estado, desde una revolución desde arriba, cualquier intervención sobre el terreno de la sociedad civil, sin contar con la movilización de grupos, movimientos e incluso partidos (el poder popular contra-hegemónico), es percibida como una colonización estatal de la esfera pública. No hay nada más absurdo que llamar Ministerios del Poder Popular a aparatos vacíos de poder popular organizado y movilizado. Entramos al terreno estratégico del curso y estilo de una revolución socialista, del saldo de acumulación de fuerzas organizadas en el campo popular, con capacidad de elaboración y ejecución de políticas, más allá de directrices estatales. En fin, el problema es el estatismo socialista o la democracia socialista.
Hay un debate sobre la transición al socialismo, que es un radical debate sobre la democracia socialista. Una democracia participativa, deliberativa, protagónica es una democracia sin término, sin clausura, sin cierres meta-sociales, sin apelaciones cuasi-hegelianas al Estado como comunidad ilusoria. La democracia revolucionaria, para algunos; o la “democracia popular” del socialismo burocrático del siglo XX implicó una clausura estatal del principio democrático radical. Su fracaso es un índice del callejón sin salida de la Estadolatría para un proyecto de emancipación.
Ni estadolatría ni mercadolatría, más bien reconstrucción del campo de una diversa socialidad, del espacio publico-social. Nada de estado socialista sin pensar el papel del poder popular organizado no estatalmente, sino con su relativa autonomía producto de la democracia participativa, a lo sumo democracia de consejos, en una forma-estado asumida como provisionalidad, como lugar a ser apropiado socialmente. Pero la democracia de consejos desmantela la lógica cibernético-sistémica del poder como control político concentrado y centralizado, apostando por la socialización del poder. Aquí, replicar las esperanzas en la planificación centralizada para transformar la sociedad es un abuso conceptual, la planificación centralizada tendrá utilidad para racionalizar la acción del estado, pero si a esta planificación no se le incorporan componentes estratégicos y democráticos, que socialicen las teorías y métodos de planificación, para que el poder popular organizado se apropie de habilidades, competencias y capacidades de planificación estratégica que incidan efectivamente en las políticas públicas, entonces hay muy poca democratización del Estado. La tentación a monopolizar información y flujos comunicacionales es un componente central de la estadolatría.
Al igual que la “hegemonía comunicacional e informativa del Estado”, podríamos hablar de la frase que afirma sin tapujos que hay que “satisfacer las necesidades básicas”, sin pasar a considerar cómo se determinan cualitativa y cuantitativamente las “necesidades básicas”. ¿Será una autoridad central la que determinará que son “necesidades básicas”? Y acaso las necesidades no son históricas y culturales, y sus satisfactores mucho más complicados que objetos producidos al menor costo, sin consideraciones de calidad y mínima adecuación a las evaluaciones de los grupos, sectores y clases. No se trata simplemente de consideraciones de utilidad, se trata de analizar la función-utilidad en un contexto mas amplio de valores-signos histórico-culturales. En pocas palabras, también el pueblo, con su diversidad, cuenta en la determinación de las necesidades, o acaso luchar contra la extensión de la jornada de trabajo, mejorar el salario, demandar mejores servicios públicos, tener acceso a productos de calidad no son necesidades? Las necesidades sociales dependen de luchas históricas, no sólo de consideraciones subjetivas de un ego posesivo o de consideraciones supuestamente objetivas de una autoridad central de planificación. El problema no es sólo de necesidades humanas, sino de satisfactores y aquí intervienen los espinosos temas de la hegemonía ideológica. El capitalismo genera un régimen de necesidades, mistificadas bajo la tesis de la soberanía del consumidor. El Socialismo Burocrático genera un régimen de necesidades, mistificadas bajo la tesis de la soberanía de la planificación central. En ambos casos, en vez de hablar de necesidades, podríamos hablar de necedades.
2.- La burocracia de estado es contrarrevolucionaria…de todos modos.
La ideología de la contrarreforma neo-liberal, así como se esfuerza en disolver el imperialismo a la competencia leal de la mundialización mercantil, pretende disolver el horizonte socialista en el stalinismo. El despotismo burocrático sería entonces el simple desarrollo lógico de la aventura revolucionaria, y Stalin el hijo legítimo de Lenin o Marx. El desarrollo histórico y el desastre oscuro del stalinismo se encontrarían ya en potencia en las nociones de la dictadura del proletariado o del partido de vanguardia.
La contrarrevolución no es en efecto el hecho inverso o la imagen invertida de la revolución, una especie de revolución al revés. Como muy bien lo dice Joseph de Maistre (quien sabía de eso) a propósito del Termidor de la Revolución Francesa, la contrarrevolución no es una revolución en sentido contrario, sino lo contrario de una revolución. Ella depende de una temporalidad propia donde las rupturas se acumulan y se complementan.
En los años treinta, la represión en la URSS contra el movimiento popular cambia de escala. No es la simple prolongación de lo que prefiguraban las prácticas de la Tcheka o la cárcel política de las Solovki, sino un salto cualitativo por el cual la burocracia de Estado destruye y devora al partido que había creído poder controlarla. La discontinuidad demostrada por esta contrarrevolución burocrática es capital desde un triple punto de vista. En cuanto al pasado: la inteligibilidad de la historia que no es un relato delirante contado por un loco, sino el resultado de fenómenos sociales, de conflictos de intereses de salida incierta, de acontecimientos decisivos donde no solamente lo conceptual, sino las masas están en juego. Respecto del presente: las consecuencias en cadena de la contrarrevolución stalinista contaminaron toda una época y pervirtieron por largo tiempo al movimiento obrero internacional. Muchas paradojas y callejones sin salida del presente (comenzando por las crisis recurrentes de los Balcanes) no son entendibles sin la comprensión histórica del stalinismo. Finalmente, respecto del futuro: las consecuencias de esta contrarrevolución, donde el peligro burocrático se revela en su dimensión inédita, pesarán todavía durante un largo tiempo sobre los hombres de las nuevas generaciones. Como lo escribe Eric Hobsbawm, "no se podría comprender la historia del corto siglo veinte sin la Revolución Rusa y sus efectos directos e indirectos".
Por estas razones, la democracia socialista no puede ser subsumida al estatismo burocrático. Hacer aparecer a la contrarrevolución stalinista como consecuencia de los vicios originales de "leninismo" (noción forjada por Zinoviev en el Vº Congreso de la Internacional Comunista, después de la muerte de Lenin, para legitimar la nueva ortodoxia de la razón de Estado) no es sólo históricamente errado, es también peligroso para el futuro. Sería entonces suficiente haber comprendido y corregido los errores para prevenir los "vicios profesionales del poder" y garantizar una sociedad transparente.
Pues la burocracia no es la consecuencia molesta de una idea falsa, sino un fenómeno social. Debe ser cuestionada por la Democracia socialista, específicamente por el pluralismo político, social y cultural de principio, por la independencia y la autonomía de los movimientos sociales con respecto al Estado y de los partidos, la cultura del derecho, y no la “razón decisionista del Estado”, y el equilibrio de poderes. Hay que replantear la cuestión de la democracia mayoritaria, de la relación entre lo social y lo político, de las condiciones de debilitamiento de la dominación a la que la dictadura del proletariado, bajo la forma "finalmente encontrada" de la Comuna de París, parecía haber dado una respuesta.
Esta última consideración podría proveer material para un debate profundo a condición de articular esta crítica, formal y abstracta a los debates históricos y estratégicos del período de entreguerras acerca de la revolución permanente y el socialismo en un solo país, no solamente a partir de Trotsky sino también de Gramsci o de Mariátegui. La objetivación de la historia que sobrevino llega a la lógica conclusión de considerar que, en 1920, "los bolcheviques cometieron un error, que al mirarlo retrospectivamente, parece capital: la división del movimiento obrero internacional". En 1956, con el aplastamiento de la revolución húngara, la tradición de la revolución social se agotó y que la desintegración del movimiento internacional que le era fiel constituye la prueba de la extinción de la revolución mundial como la de un fuego que se apaga solo.
Dada la importancia de la contrarrevolución burocrática en la experiencia de transición al socialismo y de la estadolatria, seria útil llevar una discusión más profunda acerca de la noción de totalitarismo en general (de sus relaciones con la época del imperialismo moderno), y sobre la del totalitarismo burocrático en particular. Nos sorprendemos, en efecto, cuando releemos las obras de Trotsky, por el uso frecuente de esta categoría, con la cual, en Stalin, acuña magistralmente la máxima ("¡la sociedad soy yo!") sin dar precisión a su status teórico. El concepto podría considerarse muy útil para pensar a la vez ciertas tendencias contemporáneas (pulverización de las clases en masas, etnización y deterioro tendencial de la política) analizadas por Hannah Arendt en su trilogía sobre los orígenes del totalitarismo, y la forma particular que ellas pudieron mostrar en el caso del totalitarismo burocrático. Esto permitiría también cuestionar el uso vulgar y demasiado flexible de esta noción, que se usa sin discreción para legitimar ideológicamente la oposición entre democracia (sin calificativos ni adjetivos, en consecuencia burguesa, realmente existente) y totalitarismo como la única causa pertinente de nuestro tiempo. De este tipo de oposiciones se hacen cargo los mercenarios intelectuales de la tesis de la democracia totalitaria, tan afines a las ciencias políticas reaccionarias tanto del fundamentalismo cristiano de la nueva derecha norteamericana como el sionismo internacional. Ambos grupos son parte de un fascismo enmascarado de democracia bienpensante.
Obviamente, la democracia socialista escapa a cualquier consideración sobre las “democracias gobernables”, es una apuesta por la ingobernabilidad, por la destitución de la razón político-conservadora de la gobernabilidad y la restitución del auto-gobierno popular, redefiniendo el pueblo como multitud, en diferentes escalas de actuación y reconocimiento. Esta idea-limite choca frontalmente con los administradores de las hegemonías adjetivadas, con los gestores profesionalizados de lo político y de la política. Mientras estos últimos apelan a miedos arcaicos: ¿Quién garantiza el gobierno? ¿Cómo se gobierna? ¿Qué reglas racionalizan el proceso decisorio?, re-introduciendo la mistificación de lo universal en la forma-estado, hay que afirmar lo universal-indeterminado, el horizonte no totalizable de la democracia instituyente.
3.- Apropiaciones e interpretaciones de los textos de Gramsci:
Aquí es pertinente problematizar los modos de apropiación de las formulaciones de Gramsci. Para Gramsci, la forma/partido es mucho mas que una estructura-instrumento que le corresponde la función de expresar las experiencias reales de las masas populares. Es además una prefiguración de la sociedad regulada, un desplazamiento progresivo de la coerción por la construcción de consensos cada vez más expansivos y abiertos. Aunque la función del partido político y de los intelectuales ha sido empleada, tanto en la práctica como en la teoría política, para privilegiar la acción de los partidos políticos sobre otros actores sociales, y para atribuir un estatus especial a la figura del intelectual, desde una perspectiva contra-hegemónica hay una torsión sobre el estatuto y significación de lo que llamamos “intelectuales”.
Más que de intelectuales tradicionales, se trata del “intelectual colectivo”, es decir de una voluntad colectiva de elaboración de una “reforma intelectual y moral”, y más que de la función social del trabajo intelectual, se trata de la premisa que afirma que todos los seres humanos tienen potencias intelectuales, son seres pensantes, reflexivos, con habilidades y capacidades, para pasar de un estado de pasividad a un estado de actividad conciente, que se apropie, desarticule, rearticule y construya elaboraciones de concepciones del mundo, con sus expresiones simbólicas, filosóficas, estéticas, etc. Sin reforma intelectual y moral no hay revolución socialista.
Una reforma intelectual y moral que cruza transversalmente todos los espacios de poder de las instituciones sociales y políticas, que no se reduce a una política estatal para el aparato escolar. Una reforma intelectual y moral que se produce tanto en los lugares de trabajo y producción, como en los espacios de la reproducción social. Allí adquiere sentido la frase: la contra-hegemonía nace en la fábrica, en el barrio, en la escuela, en el hospital, en los medios, en la familia, etc. Dos momentos de ruptura, entonces, con la concepción convencional del intelectual: la del “genio individual”, y la de superioridad y división entre seres “capaces e incapaces”, entre alfabetos que monopolizan el “capital simbólico”, y quienes serían simples receptores de porciones desiguales de este “capital simbólico”. Allí comienzan las semillas de una división que tiene consecuencias en la relación entre dirigentes y dirigidos, gobernantes y gobernados, representantes y representados, dominantes y dominados.
La propuesta contra-hegemónica cuestiona el papel directivo atribuido a intelectuales y a partidos políticos, ya que ha servido sobre todo como un mecanismo de escisión entre representantes y representados, y como un modo de reorientar la contra-hegemonía en una dirección más complaciente a los ojos del poder como dominio, en este caso, como monopolio legítimo de la violencia simbólica. Intelectuales y partidos políticos han contribuido a crear y expandir una figura de consenso que terminó por ser el consenso de las clases en el poder y no de las clases revolucionarias. Finalmente, tanto la derecha como la izquierda de aparato pactan en su realismo político por una “democracia oligárquica”.
El control y propiedad de medios de producción de códigos, valores, saber y modelos simbólicos acompaña el control y propiedad de medios de producción. Aquí también se desarrollan luchas por la apropiación/expropiación de condiciones, procesos, capacidades y productos. Ahora bien, el “acuerdo” es una figura retórica de consenso construida sobre el trasfondo de desacuerdos fundamentales. La sociedad capitalista está tejida de desacuerdos estructurales. Es sobre la base de los conflictos particulares y específicos, y por tanto, de la discordia, y la consiguiente posibilidad del “espacios de acuerdo” con el fin de obtener “objetivos comunes”, que se establecen formas de articulación e interpelación en el terreno de la llamada “sociedad civil” o en la “esfera pública”.
4.- Contra-hegemonía no es Hegemonía:
Para Laclau y Mouffe en su muy comentado texto: Hegemonía y Estrategia Socialista se plantea una problemática que resulta central para el debate de la transición, y que es ignorada e invisibilizada. Existe una distinción entre prácticas autoritarias o practicas democráticas de la hegemonía; o lo que hemos planteado en otros artículos, existe una diferencia radical entre prácticas hegemónicas y prácticas contra-hegemónicas.
La hegemonía es un emblema que encierra peligros para un proyecto de emancipación, porque su genealogía está marcada por la pretensión de un contra-dominio simétrico a la razón ético-cultural dominante.La pervivencia y pertinencia actual de los términos de hegemonía y contra-hegemonía posiblemente se deba a que Gramsci lee estos términos siempre en función del llamado “bloque histórico” —la coyuntura específica que marca tanto los términos del consenso, como las estrategias que deben seguir los movimientos antagonistas— lo que permite su replanteamiento desde cada situación concreta.
Dentro del mapa de la teoría política actual existen dos tipos principales de respuesta contra-hegemónica frente a la globalización neoliberal. Una que tiende a minimizar el tema de las prácticas autoritarias y otra que postula el tema de la democracia socialista. La primera no renuncia a la articulación de una hegemonía alternativa, opuesta al neoliberalismo. La hegemonía a la que se enfrenta se define, en términos de política internacional, por el papel predominante de Estados Unidos y, en el plano económico, por la imposición de un modelo económico que erosiona el papel distributivo que ejercieran antaño los Estados de bienestar. Existe una clara posición contra el imperialismo, pero una ambigua posición con relación al modelo de estado socialista con relación a la democracia.
El rechazo a la dominación norteamericana para liderar una política contraria a la de Estados Unidos es indispensable pero insuficiente. La defensa de un nuevo Estado social se suele traducir en la necesidad de un mayor control del poder por parte de los Estados Nacionales, sin abordar los complejos problemas de las correlaciones y coaliciones de fuerzas sociales y políticas al interior de estos Estados. Allí reside el peligro de la estadolatria.
La segunda opción se opone al capital global y a sus circuitos-flujos “nacionales” nominalmente, pero engranados al metabolismo del capital mundializado en general, tanto al regulado por el Estado como al que no lo está, y concentra sus esfuerzos en propugnar una democracia global por encima de las divisiones nacionales. En este grupo abunda el autonomismo y el movimientismo, y una desconfianza a las coagulaciones del poder en la maquina estatal. El rechazo frontal a la regulación es extensible al rechazo del Estado y de la interiorización de la forma-Estado. El Estado es comprendido como una forma de dominación — nunca de liberación— y como una apropiación de la expresión subjetiva. El Estado —al igual que los partidos políticos— genera una dinámica que se acomoda a las necesidades del poder y se vuelve contra los movimientos sociales.
Al parecer, estamos ante un falso dilema: o protagonizar la contra-hegemonía acumulando fuerzas incluso en la sociedad política y el Estado, por una parte, o plantear las luchas en el terreno de la sociedad civil y los movimientos sociales. Al parecer, la salida implica trenzar ambas formas de lucha para la transformación correlativa de la sociedad, la economía capitalista y del Estado. Si la configuración de una hegemonía neoliberal es un proyecto económico y político imperial que ha producido un desplazamiento del centro de toma de decisiones hacia instituciones internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial y que ha sido impulsado y es apoyado por los Estados, no puede evadirse una estrategia de transformación del estado y de las instituciones políticas. De este modo, la contra-hegemonía configura un modelo estatal compuesto por sociedades civiles y políticas fuertes que conduce a la reivindicación del modelo de soberanía nacional antiimperialista y a la revalorización de la revolución democrática, como paradigmas de resistencia frente al avance del capitalismo. Esta contra-hegemonía no se reduce a una revolución nacional antiimperialista. La contra-hegemonía defiende una alter-globalización democrática, rechazando a construir cualquier hegemonía dentro de la esfera pública. La contra-hegemonía no se entiende como una constitución de una hegemonía alternativa, sino como la construcción contra la hegemonía existente, sin devenir necesariamente en hegemonía. En lugar de enfatizar la dirección centralizada burocráticamente de la revolución, es indispensable abrir espacios de diálogo y encuentro que originen una acción abierta, en continuo proceso de redefinición. La sociedad civil anticapitalista es el sujeto de cambio social pero la hegemonía no se extiende a partir del consenso, sino que defiende la pervivencia de la diferencia, del conflicto, como manifestación de la diversidad enfrentada a la homogeneidad del poder.
Ello supone dar un paso más en la escisión entre sociedades política y civil. Holloway entiende que el Estado es siempre vehículo de opresión y ruptura del flujo social, por lo que la revolución que aspire a la toma del poder deviene en poder perdiendo su potencial revolucionario. La guerra de posiciones no contribuye a reformar el Estado para promover el cambio revolucionario, sino que reforma el Estado para reforzarlo y eliminar cualquier posibilidad de revolución. La distinción entre poder-hacer y poder-sobre —inspirada en la distinción de Negri entre potentia y potestas— afina la definición de un proyecto contra-hegemónico que renuncie a la pretensión hegemónica.
El poder-hacer denomina el flujo social del hacer, el hacer que depende del hacer de otros y que contribuye a crear las condiciones de otros. El poder-sobre se apropia del poder-hacer al separar al hacedor de lo hecho. Holloway afirma que el contrapoder reproduce el esquema del poder y lo que habría que hacer, en realidad, es emancipar el poder-hacer y negar el poder-sobre. La hegemonía como dirección centralizada burocráticamente introduce una interferencia en el devenir colectivo al implicar un cierto grado de dirección. De este modo, se impide la construcción de un hacer diferente. Los hacedores proclives a una hegemonía alternativa reproducen el mismo esquema hegemónico al pretender la conquista del poder. La revolución que se interroga sobre el sujeto que controla el poder mantiene la ficción estatal. El sujeto que opera desde el Estado está sometido a las relaciones del poder-sobre. La revolución que aspira a construir un modelo diferente debe, pues, renunciar a convertirse en un sujeto que acapare el poder-sobre y actuar desde el poder-hacer, desde el flujo social. La contra-hegemonía no es un proceso de toma de poder, sino de construcción de autonomía, una lucha para un contra-dominio sin término positivo, sin clausuras, sin finales de juego, porque la política revolucionaria es menos operar sobre reglas de juego que modificar el juego de las reglas.
El problema, es que el discurso del gobierno tampoco acierta, ya que para Gramsci, la hegemonía estatal a secas sin pasar a considerar las correlaciones de fuerzas y las coaliciones sociales que conforman una voluntad colectiva nacional-popular de signo socialista, recae en el absurdo de la estadolatría.
No podemos decretar que estamos frente a un Estado Socialista, sus prácticas, sus políticas, sus agentes fundamentales están cruzados por intereses, demandas y aspiraciones típicas de un capitalismo de estado, con sus específicas relaciones de poder, producción y significación. El Estado es un espacio de condensación de contradicciones sociales, ideológicas y políticas, y no una voluntad homogénea de acción/decisión. Se trata de una condensación conflictiva, de una unidad contradictoria e inestable. Sus aparatos y ramas están cruzadas por conflictos de intereses, por luchas sobre el control, propiedad y posesión de recursos de poder: económicos, jurídicos, comunicacionales, administrativos, políticos, militares, etc.
Nada de ingenuidades ni de cinismos, el Estado venezolano realmente existente no es socialista, y las tendencias a serlo no terminan de romper con la visión del “socialismo de estado” de cuño soviético. En este orden de ideas, el socialismo burocrático del siglo XX resulta un artefacto de utilidad practica para aquellos que no quieren asumir la tarea de construir un paradigma radicalmente distinto de socialismo, ese espacio que llamamos nuevo socialismo del siglo XXI.
No confundamos estatizaciones con socializaciones, ni mensajes, ni códigos ni campos estatales con mensajes, códigos, campos populares. Las condiciones sociales e institucionales de producción de mensajes generan huellas y formas textuales específicas. El Estado no es asunto de buenas intenciones, sino de intereses económicos, políticos, sociales y culturales. Desde el Estado, desde una revolución desde arriba, cualquier intervención sobre el terreno de la sociedad civil, sin contar con la movilización de grupos, movimientos e incluso partidos (el poder popular contra-hegemónico), es percibida como una colonización estatal de la esfera pública. No hay nada más absurdo que llamar Ministerios del Poder Popular a aparatos vacíos de poder popular organizado y movilizado. Entramos al terreno estratégico del curso y estilo de una revolución socialista, del saldo de acumulación de fuerzas organizadas en el campo popular, con capacidad de elaboración y ejecución de políticas, más allá de directrices estatales. En fin, el problema es el estatismo socialista o la democracia socialista.
Hay un debate sobre la transición al socialismo, que es un radical debate sobre la democracia socialista. Una democracia participativa, deliberativa, protagónica es una democracia sin término, sin clausura, sin cierres meta-sociales, sin apelaciones cuasi-hegelianas al Estado como comunidad ilusoria. La democracia revolucionaria, para algunos; o la “democracia popular” del socialismo burocrático del siglo XX implicó una clausura estatal del principio democrático radical. Su fracaso es un índice del callejón sin salida de la Estadolatría para un proyecto de emancipación.
Ni estadolatría ni mercadolatría, más bien reconstrucción del campo de una diversa socialidad, del espacio publico-social. Nada de estado socialista sin pensar el papel del poder popular organizado no estatalmente, sino con su relativa autonomía producto de la democracia participativa, a lo sumo democracia de consejos, en una forma-estado asumida como provisionalidad, como lugar a ser apropiado socialmente. Pero la democracia de consejos desmantela la lógica cibernético-sistémica del poder como control político concentrado y centralizado, apostando por la socialización del poder. Aquí, replicar las esperanzas en la planificación centralizada para transformar la sociedad es un abuso conceptual, la planificación centralizada tendrá utilidad para racionalizar la acción del estado, pero si a esta planificación no se le incorporan componentes estratégicos y democráticos, que socialicen las teorías y métodos de planificación, para que el poder popular organizado se apropie de habilidades, competencias y capacidades de planificación estratégica que incidan efectivamente en las políticas públicas, entonces hay muy poca democratización del Estado. La tentación a monopolizar información y flujos comunicacionales es un componente central de la estadolatría.
Al igual que la “hegemonía comunicacional e informativa del Estado”, podríamos hablar de la frase que afirma sin tapujos que hay que “satisfacer las necesidades básicas”, sin pasar a considerar cómo se determinan cualitativa y cuantitativamente las “necesidades básicas”. ¿Será una autoridad central la que determinará que son “necesidades básicas”? Y acaso las necesidades no son históricas y culturales, y sus satisfactores mucho más complicados que objetos producidos al menor costo, sin consideraciones de calidad y mínima adecuación a las evaluaciones de los grupos, sectores y clases. No se trata simplemente de consideraciones de utilidad, se trata de analizar la función-utilidad en un contexto mas amplio de valores-signos histórico-culturales. En pocas palabras, también el pueblo, con su diversidad, cuenta en la determinación de las necesidades, o acaso luchar contra la extensión de la jornada de trabajo, mejorar el salario, demandar mejores servicios públicos, tener acceso a productos de calidad no son necesidades? Las necesidades sociales dependen de luchas históricas, no sólo de consideraciones subjetivas de un ego posesivo o de consideraciones supuestamente objetivas de una autoridad central de planificación. El problema no es sólo de necesidades humanas, sino de satisfactores y aquí intervienen los espinosos temas de la hegemonía ideológica. El capitalismo genera un régimen de necesidades, mistificadas bajo la tesis de la soberanía del consumidor. El Socialismo Burocrático genera un régimen de necesidades, mistificadas bajo la tesis de la soberanía de la planificación central. En ambos casos, en vez de hablar de necesidades, podríamos hablar de necedades.
2.- La burocracia de estado es contrarrevolucionaria…de todos modos.
La ideología de la contrarreforma neo-liberal, así como se esfuerza en disolver el imperialismo a la competencia leal de la mundialización mercantil, pretende disolver el horizonte socialista en el stalinismo. El despotismo burocrático sería entonces el simple desarrollo lógico de la aventura revolucionaria, y Stalin el hijo legítimo de Lenin o Marx. El desarrollo histórico y el desastre oscuro del stalinismo se encontrarían ya en potencia en las nociones de la dictadura del proletariado o del partido de vanguardia.
La contrarrevolución no es en efecto el hecho inverso o la imagen invertida de la revolución, una especie de revolución al revés. Como muy bien lo dice Joseph de Maistre (quien sabía de eso) a propósito del Termidor de la Revolución Francesa, la contrarrevolución no es una revolución en sentido contrario, sino lo contrario de una revolución. Ella depende de una temporalidad propia donde las rupturas se acumulan y se complementan.
En los años treinta, la represión en la URSS contra el movimiento popular cambia de escala. No es la simple prolongación de lo que prefiguraban las prácticas de la Tcheka o la cárcel política de las Solovki, sino un salto cualitativo por el cual la burocracia de Estado destruye y devora al partido que había creído poder controlarla. La discontinuidad demostrada por esta contrarrevolución burocrática es capital desde un triple punto de vista. En cuanto al pasado: la inteligibilidad de la historia que no es un relato delirante contado por un loco, sino el resultado de fenómenos sociales, de conflictos de intereses de salida incierta, de acontecimientos decisivos donde no solamente lo conceptual, sino las masas están en juego. Respecto del presente: las consecuencias en cadena de la contrarrevolución stalinista contaminaron toda una época y pervirtieron por largo tiempo al movimiento obrero internacional. Muchas paradojas y callejones sin salida del presente (comenzando por las crisis recurrentes de los Balcanes) no son entendibles sin la comprensión histórica del stalinismo. Finalmente, respecto del futuro: las consecuencias de esta contrarrevolución, donde el peligro burocrático se revela en su dimensión inédita, pesarán todavía durante un largo tiempo sobre los hombres de las nuevas generaciones. Como lo escribe Eric Hobsbawm, "no se podría comprender la historia del corto siglo veinte sin la Revolución Rusa y sus efectos directos e indirectos".
Por estas razones, la democracia socialista no puede ser subsumida al estatismo burocrático. Hacer aparecer a la contrarrevolución stalinista como consecuencia de los vicios originales de "leninismo" (noción forjada por Zinoviev en el Vº Congreso de la Internacional Comunista, después de la muerte de Lenin, para legitimar la nueva ortodoxia de la razón de Estado) no es sólo históricamente errado, es también peligroso para el futuro. Sería entonces suficiente haber comprendido y corregido los errores para prevenir los "vicios profesionales del poder" y garantizar una sociedad transparente.
Pues la burocracia no es la consecuencia molesta de una idea falsa, sino un fenómeno social. Debe ser cuestionada por la Democracia socialista, específicamente por el pluralismo político, social y cultural de principio, por la independencia y la autonomía de los movimientos sociales con respecto al Estado y de los partidos, la cultura del derecho, y no la “razón decisionista del Estado”, y el equilibrio de poderes. Hay que replantear la cuestión de la democracia mayoritaria, de la relación entre lo social y lo político, de las condiciones de debilitamiento de la dominación a la que la dictadura del proletariado, bajo la forma "finalmente encontrada" de la Comuna de París, parecía haber dado una respuesta.
Esta última consideración podría proveer material para un debate profundo a condición de articular esta crítica, formal y abstracta a los debates históricos y estratégicos del período de entreguerras acerca de la revolución permanente y el socialismo en un solo país, no solamente a partir de Trotsky sino también de Gramsci o de Mariátegui. La objetivación de la historia que sobrevino llega a la lógica conclusión de considerar que, en 1920, "los bolcheviques cometieron un error, que al mirarlo retrospectivamente, parece capital: la división del movimiento obrero internacional". En 1956, con el aplastamiento de la revolución húngara, la tradición de la revolución social se agotó y que la desintegración del movimiento internacional que le era fiel constituye la prueba de la extinción de la revolución mundial como la de un fuego que se apaga solo.
Dada la importancia de la contrarrevolución burocrática en la experiencia de transición al socialismo y de la estadolatria, seria útil llevar una discusión más profunda acerca de la noción de totalitarismo en general (de sus relaciones con la época del imperialismo moderno), y sobre la del totalitarismo burocrático en particular. Nos sorprendemos, en efecto, cuando releemos las obras de Trotsky, por el uso frecuente de esta categoría, con la cual, en Stalin, acuña magistralmente la máxima ("¡la sociedad soy yo!") sin dar precisión a su status teórico. El concepto podría considerarse muy útil para pensar a la vez ciertas tendencias contemporáneas (pulverización de las clases en masas, etnización y deterioro tendencial de la política) analizadas por Hannah Arendt en su trilogía sobre los orígenes del totalitarismo, y la forma particular que ellas pudieron mostrar en el caso del totalitarismo burocrático. Esto permitiría también cuestionar el uso vulgar y demasiado flexible de esta noción, que se usa sin discreción para legitimar ideológicamente la oposición entre democracia (sin calificativos ni adjetivos, en consecuencia burguesa, realmente existente) y totalitarismo como la única causa pertinente de nuestro tiempo. De este tipo de oposiciones se hacen cargo los mercenarios intelectuales de la tesis de la democracia totalitaria, tan afines a las ciencias políticas reaccionarias tanto del fundamentalismo cristiano de la nueva derecha norteamericana como el sionismo internacional. Ambos grupos son parte de un fascismo enmascarado de democracia bienpensante.
Obviamente, la democracia socialista escapa a cualquier consideración sobre las “democracias gobernables”, es una apuesta por la ingobernabilidad, por la destitución de la razón político-conservadora de la gobernabilidad y la restitución del auto-gobierno popular, redefiniendo el pueblo como multitud, en diferentes escalas de actuación y reconocimiento. Esta idea-limite choca frontalmente con los administradores de las hegemonías adjetivadas, con los gestores profesionalizados de lo político y de la política. Mientras estos últimos apelan a miedos arcaicos: ¿Quién garantiza el gobierno? ¿Cómo se gobierna? ¿Qué reglas racionalizan el proceso decisorio?, re-introduciendo la mistificación de lo universal en la forma-estado, hay que afirmar lo universal-indeterminado, el horizonte no totalizable de la democracia instituyente.
3.- Apropiaciones e interpretaciones de los textos de Gramsci:
Aquí es pertinente problematizar los modos de apropiación de las formulaciones de Gramsci. Para Gramsci, la forma/partido es mucho mas que una estructura-instrumento que le corresponde la función de expresar las experiencias reales de las masas populares. Es además una prefiguración de la sociedad regulada, un desplazamiento progresivo de la coerción por la construcción de consensos cada vez más expansivos y abiertos. Aunque la función del partido político y de los intelectuales ha sido empleada, tanto en la práctica como en la teoría política, para privilegiar la acción de los partidos políticos sobre otros actores sociales, y para atribuir un estatus especial a la figura del intelectual, desde una perspectiva contra-hegemónica hay una torsión sobre el estatuto y significación de lo que llamamos “intelectuales”.
Más que de intelectuales tradicionales, se trata del “intelectual colectivo”, es decir de una voluntad colectiva de elaboración de una “reforma intelectual y moral”, y más que de la función social del trabajo intelectual, se trata de la premisa que afirma que todos los seres humanos tienen potencias intelectuales, son seres pensantes, reflexivos, con habilidades y capacidades, para pasar de un estado de pasividad a un estado de actividad conciente, que se apropie, desarticule, rearticule y construya elaboraciones de concepciones del mundo, con sus expresiones simbólicas, filosóficas, estéticas, etc. Sin reforma intelectual y moral no hay revolución socialista.
Una reforma intelectual y moral que cruza transversalmente todos los espacios de poder de las instituciones sociales y políticas, que no se reduce a una política estatal para el aparato escolar. Una reforma intelectual y moral que se produce tanto en los lugares de trabajo y producción, como en los espacios de la reproducción social. Allí adquiere sentido la frase: la contra-hegemonía nace en la fábrica, en el barrio, en la escuela, en el hospital, en los medios, en la familia, etc. Dos momentos de ruptura, entonces, con la concepción convencional del intelectual: la del “genio individual”, y la de superioridad y división entre seres “capaces e incapaces”, entre alfabetos que monopolizan el “capital simbólico”, y quienes serían simples receptores de porciones desiguales de este “capital simbólico”. Allí comienzan las semillas de una división que tiene consecuencias en la relación entre dirigentes y dirigidos, gobernantes y gobernados, representantes y representados, dominantes y dominados.
La propuesta contra-hegemónica cuestiona el papel directivo atribuido a intelectuales y a partidos políticos, ya que ha servido sobre todo como un mecanismo de escisión entre representantes y representados, y como un modo de reorientar la contra-hegemonía en una dirección más complaciente a los ojos del poder como dominio, en este caso, como monopolio legítimo de la violencia simbólica. Intelectuales y partidos políticos han contribuido a crear y expandir una figura de consenso que terminó por ser el consenso de las clases en el poder y no de las clases revolucionarias. Finalmente, tanto la derecha como la izquierda de aparato pactan en su realismo político por una “democracia oligárquica”.
El control y propiedad de medios de producción de códigos, valores, saber y modelos simbólicos acompaña el control y propiedad de medios de producción. Aquí también se desarrollan luchas por la apropiación/expropiación de condiciones, procesos, capacidades y productos. Ahora bien, el “acuerdo” es una figura retórica de consenso construida sobre el trasfondo de desacuerdos fundamentales. La sociedad capitalista está tejida de desacuerdos estructurales. Es sobre la base de los conflictos particulares y específicos, y por tanto, de la discordia, y la consiguiente posibilidad del “espacios de acuerdo” con el fin de obtener “objetivos comunes”, que se establecen formas de articulación e interpelación en el terreno de la llamada “sociedad civil” o en la “esfera pública”.
4.- Contra-hegemonía no es Hegemonía:
Para Laclau y Mouffe en su muy comentado texto: Hegemonía y Estrategia Socialista se plantea una problemática que resulta central para el debate de la transición, y que es ignorada e invisibilizada. Existe una distinción entre prácticas autoritarias o practicas democráticas de la hegemonía; o lo que hemos planteado en otros artículos, existe una diferencia radical entre prácticas hegemónicas y prácticas contra-hegemónicas.
La hegemonía es un emblema que encierra peligros para un proyecto de emancipación, porque su genealogía está marcada por la pretensión de un contra-dominio simétrico a la razón ético-cultural dominante.La pervivencia y pertinencia actual de los términos de hegemonía y contra-hegemonía posiblemente se deba a que Gramsci lee estos términos siempre en función del llamado “bloque histórico” —la coyuntura específica que marca tanto los términos del consenso, como las estrategias que deben seguir los movimientos antagonistas— lo que permite su replanteamiento desde cada situación concreta.
Dentro del mapa de la teoría política actual existen dos tipos principales de respuesta contra-hegemónica frente a la globalización neoliberal. Una que tiende a minimizar el tema de las prácticas autoritarias y otra que postula el tema de la democracia socialista. La primera no renuncia a la articulación de una hegemonía alternativa, opuesta al neoliberalismo. La hegemonía a la que se enfrenta se define, en términos de política internacional, por el papel predominante de Estados Unidos y, en el plano económico, por la imposición de un modelo económico que erosiona el papel distributivo que ejercieran antaño los Estados de bienestar. Existe una clara posición contra el imperialismo, pero una ambigua posición con relación al modelo de estado socialista con relación a la democracia.
El rechazo a la dominación norteamericana para liderar una política contraria a la de Estados Unidos es indispensable pero insuficiente. La defensa de un nuevo Estado social se suele traducir en la necesidad de un mayor control del poder por parte de los Estados Nacionales, sin abordar los complejos problemas de las correlaciones y coaliciones de fuerzas sociales y políticas al interior de estos Estados. Allí reside el peligro de la estadolatria.
La segunda opción se opone al capital global y a sus circuitos-flujos “nacionales” nominalmente, pero engranados al metabolismo del capital mundializado en general, tanto al regulado por el Estado como al que no lo está, y concentra sus esfuerzos en propugnar una democracia global por encima de las divisiones nacionales. En este grupo abunda el autonomismo y el movimientismo, y una desconfianza a las coagulaciones del poder en la maquina estatal. El rechazo frontal a la regulación es extensible al rechazo del Estado y de la interiorización de la forma-Estado. El Estado es comprendido como una forma de dominación — nunca de liberación— y como una apropiación de la expresión subjetiva. El Estado —al igual que los partidos políticos— genera una dinámica que se acomoda a las necesidades del poder y se vuelve contra los movimientos sociales.
Al parecer, estamos ante un falso dilema: o protagonizar la contra-hegemonía acumulando fuerzas incluso en la sociedad política y el Estado, por una parte, o plantear las luchas en el terreno de la sociedad civil y los movimientos sociales. Al parecer, la salida implica trenzar ambas formas de lucha para la transformación correlativa de la sociedad, la economía capitalista y del Estado. Si la configuración de una hegemonía neoliberal es un proyecto económico y político imperial que ha producido un desplazamiento del centro de toma de decisiones hacia instituciones internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial y que ha sido impulsado y es apoyado por los Estados, no puede evadirse una estrategia de transformación del estado y de las instituciones políticas. De este modo, la contra-hegemonía configura un modelo estatal compuesto por sociedades civiles y políticas fuertes que conduce a la reivindicación del modelo de soberanía nacional antiimperialista y a la revalorización de la revolución democrática, como paradigmas de resistencia frente al avance del capitalismo. Esta contra-hegemonía no se reduce a una revolución nacional antiimperialista. La contra-hegemonía defiende una alter-globalización democrática, rechazando a construir cualquier hegemonía dentro de la esfera pública. La contra-hegemonía no se entiende como una constitución de una hegemonía alternativa, sino como la construcción contra la hegemonía existente, sin devenir necesariamente en hegemonía. En lugar de enfatizar la dirección centralizada burocráticamente de la revolución, es indispensable abrir espacios de diálogo y encuentro que originen una acción abierta, en continuo proceso de redefinición. La sociedad civil anticapitalista es el sujeto de cambio social pero la hegemonía no se extiende a partir del consenso, sino que defiende la pervivencia de la diferencia, del conflicto, como manifestación de la diversidad enfrentada a la homogeneidad del poder.
Ello supone dar un paso más en la escisión entre sociedades política y civil. Holloway entiende que el Estado es siempre vehículo de opresión y ruptura del flujo social, por lo que la revolución que aspire a la toma del poder deviene en poder perdiendo su potencial revolucionario. La guerra de posiciones no contribuye a reformar el Estado para promover el cambio revolucionario, sino que reforma el Estado para reforzarlo y eliminar cualquier posibilidad de revolución. La distinción entre poder-hacer y poder-sobre —inspirada en la distinción de Negri entre potentia y potestas— afina la definición de un proyecto contra-hegemónico que renuncie a la pretensión hegemónica.
El poder-hacer denomina el flujo social del hacer, el hacer que depende del hacer de otros y que contribuye a crear las condiciones de otros. El poder-sobre se apropia del poder-hacer al separar al hacedor de lo hecho. Holloway afirma que el contrapoder reproduce el esquema del poder y lo que habría que hacer, en realidad, es emancipar el poder-hacer y negar el poder-sobre. La hegemonía como dirección centralizada burocráticamente introduce una interferencia en el devenir colectivo al implicar un cierto grado de dirección. De este modo, se impide la construcción de un hacer diferente. Los hacedores proclives a una hegemonía alternativa reproducen el mismo esquema hegemónico al pretender la conquista del poder. La revolución que se interroga sobre el sujeto que controla el poder mantiene la ficción estatal. El sujeto que opera desde el Estado está sometido a las relaciones del poder-sobre. La revolución que aspira a construir un modelo diferente debe, pues, renunciar a convertirse en un sujeto que acapare el poder-sobre y actuar desde el poder-hacer, desde el flujo social. La contra-hegemonía no es un proceso de toma de poder, sino de construcción de autonomía, una lucha para un contra-dominio sin término positivo, sin clausuras, sin finales de juego, porque la política revolucionaria es menos operar sobre reglas de juego que modificar el juego de las reglas.
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